Comentario
En Sevilla los judíos condenados a la pena capital eran ejecutados en El Quemadero del Campo de la Tablada. En Toledo, la justicia lo hacía en el Horno de la Vega, cerca de la Puerta de Foncaral; en Avila, en el Brasero de la Dehesa, al lado del puente de Sancti-Spiritus; en Valencia, en el lecho del río, junto a lo que actualmente es el jardín Botánico; en Teruel, en una de las eras situadas en las proximidades de la muralla. En la mayoría de las ciudades y villas existieron lugares destinados a la ejecución de las penas, aunque en ocasiones cualquiera de sus calles o plazas sirvieron para testimoniar la violencia social; entre la violencia institucional y la violencia social siempre ha existido y existe una diferencia: la primera, al considerarse legal, se presenta de manera inmediata repleta de teatralidad, y así resulta ser un acto duradero, ensayado de antemano, que busca excitar la sensibilidad social provocando en los espectadores un horror que siempre es controlable por el poder. La violencia social, por ser espontánea, no edifica nunca escenarios; a lo sumo acepta monumentos que siempre se erigen en el epílogo del mismo horror.
Las comunidades urbanas y rurales conocían, mucho antes de que llegasen al control de su administración los Reyes Católicos, ambas violencias: la oficial, que es más conocida por los restos decretados y por la liturgia institucionalizada, revela una escalada de la intolerancia que es múltiple y dispersa, que es discontinua y, al tiempo, progresiva o alternante, según los testimonios que quieran seleccionarse desde las perspectivas que siempre han sido dictadas por la Historia. La violencia popular, menos conocida, ha servido en demasiadas ocasiones como justificación de la puesta en marcha de instituciones represivas, y también ha servido para ampliar el escenario, incrementar sus actores, ocultar a las víctimas y mitificar el proceso de sus orígenes, desarrollo y resultados. El caso de la revuelta de Fuenteovejuna de septiembre de 1476, o la de Segovia de mayo de 1520, en las que se proyecta respectivamente la justicia popular contra el Comendador y contra Rodrigo de Tordesillas, uno de los procuradores segovianos que intervino en las Cortes castellanas, reunidas en Santiago, para votar los servicios extraordinarios necesarios para financiar la elección y coronación imperial de Carlos V, son ejemplos de unas violencias en las que plazas y calles se convirtieron en escenarios improvisados, todo el pueblo participó en el acto y los sucesos acabaron por mitificarse en la memoria colectiva.
La violencia institucionalizada, la que se desprende de las actuaciones de los tribunales inquisitoriales nacidos a partir de 1478, se representa en tablados levantados al aire libre en plazas espaciosas y concurridas, o en el interior de los templos, para mostrar autos de fe ensayados de antemano, con actores elegidos y jerarquizados por los tipos y grados de los delitos cometidos y también por las diferenciadas capacidades de arrepentimiento o de terquedad convencida. Los señalamientos públicos de estos tipos, grados y capacidades se hicieron mediante vestiduras y signos acordados (cruces, caperuzas, sanbenitos); todo ello, junto al brasero, la hoguera, el quemadero o la horca, necesitaron de los espectadores institucionales y también de los que había que educar en el miedo y en el terror. Todavía en una fecha tan tardía como 1719 se describe la ejecución de un judaizante en Logroño:
"Y habiendo reconocido estaba muerto, se dio orden al dicho ejecutor para que por las cuatro partes del brasero prendiese fuego a toda la leña y carbón que había en él prevenido; e inmediatamente lo ejecutó así, empezando a arder por todas partes y a subir la velocidad de la llama por todo el tablado, y a arder las tablas y vestidos; y habiéndose quemado las ligaduras con que estaba atado cayó por el escotillón, que estaba abierto, al brasero, donde se quemó todo el cuerpo y se convirtió en cenizas".
Ésta y otras manifestaciones brutales de la intolerancia fueron el resultado, si no el más numeroso, sí el más ejemplar, de una violencia organizada por el poder para homogeneizar unas veces por la fuerza, y otras por la vía más llevadera de la asimilación, a una sociedad dividida por la práctica religiosa (judíos, moros, cristianos, herejes), por la confusión general que introduce la identificación entre delito y pecado, y por la coexistencia de justicias dependientes de los aparatos estatales, eclesiásticos y señoriales. El proceso de homogeneización duró largo tiempo, y en él pueden apreciarse distintos niveles en la alternancia de las actitudes políticas y religiosas; junto a periodos de convivencia pacífica y de tolerancia, los brotes de intolerancia abarcaron el amplio espacio que se limita desde los intentos de asimilación, hasta la vigilancia extremada, la elaboración de un catálogo de prohibiciones, la persecución o la expulsión. En 1492 los judíos fueron expulsados de los reinos pertenecientes a la Monarquía Católica y, hasta el final de la primera década del siglo XVII; no lo fueron los moriscos.